PÁGINA 12
Espectáculos
ARGENTINA, 2000
Marina Rossell viene de Barcelona y canta, en catalán y en castellano: en este último idioma recién empezó a cantar hace cinco años. Tiene detrás suyo una historia que empezó en Tarragona y una infancia teñida por Franco. Hoy, ya ablandada, afirma que el bilingüismo «es una bendición».
Por Soledad Vallejos
Hace unas veinte horas, Marina Rossell todavía sufría el calor del verano en las islas Canarias. Poco antes, había subido a un avión que la alejara, por unos días nomás, de la plaza, la ventana abierta a la catedral de la Sagrada Familia, sus amigos y su piso de Barcelona. Ahora, aquí, a poco de presentarse sobre el escenario de La Trastienda, pide ir un poco más despacio, pide sin decirlo un poco de comprensión para tanto ajetreo y desembarco apresurado. Será que es la cuarta vez que pisa Buenos Aires, que se siente (y demuestra estar) tan familiarizada con la Argentina que cuando redescubre todo ni siquiera parece percibir esa humedad que se respira con tenacidad en estos días de agosto, «bueno, por lo menos no hace calor». Porque esta mujer pequeña, de pasos cortos y mirada reconcentrada, acaba de llegar esta misma mañana, pero parece no haberse perdido ni pizca de cuanta protesta, rebaja salarial, pataconada o piquete ha habido por estos lares. «Pero te empezaré por decir que no hay que desesperarse, ¿no? Que Argentina siempre ha tocado fondo», dice antes de advertir que claro, que esto lo dice como parte de la entrevista, como para ir empezando, «porque tiene que estar eso ahí».
–Yo recuerdo que vi una entrevista, yo tendría tu edad, bueno, una entrevista que le hacían a Borges, y le preguntaban: «Señor Borges, ¿piensa que Argentina ha tocado fondo?». El señor Borges contestó: «Â¿el fondo? El fondo… se lo llevaron». Bueno, pues siempre ha habido un fondo que alguien se llevó, pero aquí es un poco como en Italia: va funcionando a pesar de. Es como la vida misma, como ese rodar que tiene el propio planeta, el propio mundo. Por lo tanto, yo no creo que haya que desesperarse, porque Argentina ha dado gente que está dentro del mundo y que da testimonio de donde son ustedes.
Entonces, aproximación a Marina Rossell número 1: una mujer que llega a otro continente en gira promocional de su último disco y que lo primero que dice a quien la entrevista, con una preocupación que parece de lo más emparentada con la sinceridad, es «Â¿tú estás bien?, ¿estás bien? Porque como sé un poquito todo el microclima que se ha creado en Buenos Aires. Es que ¿voy a ir a un país y no saber nada? Me parece de necios».
Buscar la palabra
Dice su autobiografía que nació en Tarragona, entre calles que levantaban polvo y paisajes de pueblo de tierra adentro, de esos que abundan y hechizan por Cataluña. Que uno de sus más bellos recuerdos es la imagen de su madre, bajando en bicicleta por un camino, repitiendo el ritual de ir a hacer las compras a un pueblo cercano. Marina, entonces, creció en medio de sonidos dulces y con ecos ancestrales, descubriendo el mundo en lo que, después supo, se llama catalán. Y en ese idioma fueron sus primeros balbuceos, sus canciones de cuna y las que cantaba su madre mientras se dedicaba a las tareas cotidianas. Definitivamente, no podía ser una lengua distinta del catalán la que usara en sus primeros discos,unos registros que empezaron a salir en los primeros tiempos de la bocanada de aire que siguió al franquismo. Antes de eso, una Marina joven, jovencísima en sus veinte años, anteojos, faldas y botas a la rodilla había dejado atrás la vida íntima, familiarmente extendida del pueblo para aventurarse en Barcelona, un lugar que ahora describe como «Buenos Aires en pequeño», pero que en ese momento le pareció una enormidad. Y tan enorme que, como quien respira hondo y se lanza de frente a lo desconocido para no pensarlo dos veces, la chica que venía de poner la voz y el cuerpo en pequeños escenarios pueblerinos tomó la guitarra y se instaló en alguno de los pasillos del subte. De allí, a los estudios de grabación, a la interpretación de letras ajenas que, invariablemente, tenían (y mucho) que ver con su historia personal, como las que de niña escuchaba cantar a su madre.
–Durante todo un tiempo, la lengua era una resistencia cultural, y por eso cantábamos sólo en catalán, porque vivía Franco. Cuando yo empecé a cantar de manera profesional, en el año ‘75, murió Franco. Pero a mí me enseñaron el castellano en catalán, eso hace una diferencia, porque el castellano había sido una lengua muy represiva en Cataluña, por el uso que le daba el general Franco, que quería homogeneizar todo. Yo soy una cantante que, como tal, nació en la transición española. Y canté durante 18, 20 años en catalán. Recién hace cinco años que incorporé el castellano como lengua artística. Pero manejar las dos lenguas es lindo, porque es otra cultura que te define, que tiene un diccionario, una música, una nación dentro de otra nación. Para mí, el bilingüismo es una bendición, no una maldición; ojalá todos fuéramos bilingües, es una posibilidad extraordinaria de conocer varias cosas a la vez. Mi relación con los dos idiomas es de naturalidad… como el agua mineral: natural.
Lo dice examinando la etiqueta de una botella de agua, se ríe. «Â¿De dónde es? Ah, Mendoza… es buena», sentencia en voz baja. Habla en un tono suave, sin voz impostada ni poses de soy-una-artista-y-soy-sensible. Solamente dejará escapar algunas palabras de una canción de su último disco, una en la que su firme suavidad contrasta y se complementa de manera muy particular con la ambigüedad de Nilda Fernández. «He estado enferma de amor, he conocido el dolor y la locura. Por traspasar el umbral en busca de una señal, ahora estoy sola. He preguntado por qué pensando pierdo la fe; nadie me ha dado respuesta. Entre la luna y el sol, entre el frío y el calor, entre la tierra y el mar, caen mis lágrimas», canta bajito una canción que dice que sí, que es muy linda, que le gusta. Si la letra (de Marc Perrot) suena a bolero, a esas exaltaciones pasionales más americanas que españolas, bueno, sí, hay algo de eso. Es que Y rodará el mundo, el disco que ha venido a presentar, marca una suerte de giro en su carrera. No se trata, esta vez, de sonidos catalanes, sino de «un cuaderno de geografía, porque es como un poquito del resultado de mis viajes». Canciones clásicas poco conocidas y menos versionadas de México, Cuba, Colombia, dice el libro que acompaña el cd, «lugares donde canté y de los que me traje sus discos. De tanto escucharlas, descubrí que esas canciones se hacían mías, sobre todo si las mezclaba con otro mar, el Mediterráneo, que es mío y de todos». Pero hay, también, otros textos, propios, canciones que escribió «como homenaje a aquellas que, como un vino tranquilo, un día se instalaron dentro de mí, a modo de antídoto, contra todo lo que hiere y mata».
Si su obra, por lo general, refiere a lo privado, a un mundo personal, desde el momento en que su nombre empezó a sonar como figura reconocible en Cataluña, Marina descubrió las posibilidades de apropiarse del espacio que se le concedía para dar rienda suelta a algo más: sus preocupaciones sociales, su interés por la situación de las minorías en el ámbito de lo colectivo. En un principio, entre los 70 y los 80, no había evento relacionado con el movimiento feminista que no contara con su opinión, adhesión o presencia. Con el tiempo, también fue adscribiendo a la ecología, o la defensa de los derechos humanos. De hecho, en febrero de este año, la suya fue una de las voces que, junto con Manu Chao, para nombrar a otro de los reconocibles para el público argentino, hizo sentir su presencia entre los miles de inmigrantes ilegales que reclamaban una ley de extranjería más flexible, y una amnistía que les evitara la deportación.
–También estuve cantando en una cárcel de mujeres. Eso me impresionó mucho, sobre todo porque tú te vas y ellas se quedan ahí dentro. Y me impresionó también que hay mujeres que te llegan a decir que están mejor dentro que fuera. A mí, además, me ha pasado una cosa extraordinaria: vi a una chica con un discman y le pregunté qué escuchaba. Y escuchaba música bacalao, que es una cosa muy trepidante, que no tiene ningún matiz, y era algo que a mí me parecía una música que no podía hacer nada en este mundo. Bueno, pues me dijo que la ayudaba a sentirse que no estaba en el lugar. Esas cosas son las que te hacen ver que todo sirve para algo.
–También cantaste en Bosnia, después de la guerra. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Me impresionó mucho ver un país después de una guerra, cantar en un país después de una guerra. Yo no podía imaginarme ese permanente olor a quemado, y ver sólo esqueletos de edificios… te preguntas esas personas que había dentro, ¿cómo quedaron? Y ves que se va repitiendo todo: los campos de exterminio, las violaciones, los malos tratos, la muerte, el genocidio. Esa irracionalidad, no sé. Yo sólo digo lo que he observado, lo que he olido. Y eso existe a hora y media de avión de mi país, es la vieja Europa. Bueno, alguien dice que estamos en un mundo roto, ¿no? Pero hay que tirar pa´lante.
–A pesar de trabajar una música muy íntima, muy personal, siempre está ese contacto firme con lo social.
–Mi gran pretensión es ser una cantante que ha sabido captar el espíritu de su época. Y és ta es una época de convulsión en todo el planeta, no sólo aquí, para ustedes. Yo he estado en esos movimientos porque he querido poner mi música al servicio de esto. El gran reto es cómo hacer convivir la estética, lo hermoso, lo bello, con las raíces. Es que intento que un mundo íntimo no sea puramente referencial, sino que, desde lo íntimo, puedas trazar un hilo a… busco la palabra exacta… afinidad, ¡joder! Desde tu mundo interno y personal, trazar un hilo de afinidad con el otro. A mí me encantaría, desde mi propio mundo íntimo, trazar esa afinidad, y que esa afinidad llegara al mundo, a la cosa colectiva. Pero primero, quiero ir al yo del otro. –